El perfeccionamiento humano es el complemento de todos los esfuerzos, de todos los trabajos y de todas las investigaciones. Cada uno en su época ha servido de punto de partida a nuevos descubrimientos y a nuevos avances. Pretender restar mérito a alguno, en su momento histórico, es una necedad y una falta de sentido crítico. Lo verdaderamente justo y honesto es aceptar los hechos históricos en todo lo que tienen de grandeza y concederles el reconocimiento y la gloria que merecen. Fue Finlay (Camagüey 03-12-1833 - La Habana 20-08-1915) 1,2 quien tuvo el destello genial del descubrimiento y la concepción de la forma real de trasmitirse la fiebre amarilla, ejerciendo en medio de miserias e incomprensiones, pero con personalidad tal, que nunca permitió que la escasez de recursos de sus pacientes les privase del auxilio de su ciencia y por otro lado, sin abandonar su bregar científico ante sus propias penurias. Con motivo de uno de los últimos aniversarios, de los denominados cerrados, del Dr. Carlos J. Finlay, este autor observó lo que se había publicado a esos efectos y frente a la ausencia y el silencio en varias revistas (algunas poco menos que con la obligación, al menos ética, de recordar al hombre), contrastó muy gratamente el loable editorial que el Profesor Guillermo Llanos había escrito años atrás en Colombia Médica 3. Sin intentar igualar la capacidad de síntesis y el estilo del Profesor Llanos; quien por demás fue reconocido con la Orden "Carlos J. Finlay", la más alta condecoración que ofrece la República de Cuba a personalidades que de manera excepcional han contribuido al desarrollo científico; el autor pretende, a través de algunos elementos, evocar la figura del eximio científico en tan significativa fecha.
La frase de otro grande; tal vez la personalidad más representativa de la salud pública de la época en Cuba, junto al propio Finlay, Juan Guiteras Gener (Matanzas, Cuba 1852-1925), por demás, tenaz Finlaista y uno de los más grandes defensores del sabio y su teoría; mediadora en el litigio surgido por el reconocimiento del descubrimiento entre Finlay y miembros de la Cuarta Comisión del Ejército Norteamericano para el Estudio de la Fiebre Amarilla, resulta inconclusa a este autor: "... en aquella ocasión había gloria para todos..." 1 ; sí, con seguridad tenía razón, pero lo realmente cierto, era lo injusto de despojar de la que le correspondía a quien ni dificultades económicas, ni dolencias cardiacas, ni una expresión oral afectada como consecuencia de una rebelde corea, ni la fiebre tifoidea, ni el negativismo quasi general e inhóspito que siguió por años su descubrimiento, pudieron menguar su batallar científico.
La retribución económica que ofrecía el establecerse en Nueva York al graduarse de medicina en el Jefferson Medical College de Philadelphia en 1855 2,4, no fue estímulo suficiente para mantener su pensamiento científico y pesaban sobre su naturaleza, otros imperativos que le impulsaban a ejercer en Cuba; para ello revalida su título en 1857, en la Real y Literaria Universidad de la Habana 5, 6.
Por el polifacetismo de su actuación científica, además ejerciendo como gran clínico o trabajando sobre la fiebre amarilla, podía vérsele implicado en apreciables y fructíferos estudios sobre la parálisis infantil, el tétanos del recién nacido, la tuberculosis, la fiebre tifoidea, la lepra, la malaria y otros males que azotaban a la población cubana en el siglo XIX 7. Podría encontrársele lo mismo reportando enfermedades observadas por primera vez en Cuba 7 , 8, que escribiendo sobre enfermedades tropicales o en relación con enfermedades epidémicas, o sobre bacteriología, o en trabajos referentes a la Patología Fisiológica e Higiene y Medicina Sanitaria, así como de otros temas médicos generales 1,2,6,9 y naturalmente, sobre Oftalmología, especialidad a la que dedicó varios años 10. También teorizó sobre la gravedad y otros problemas físicos y meteorológicos 11.
En Febrero de 1881 1,12,13 propuso en Washington la trasmisión de la fiebre amarilla por un agente intermediario y en Agosto de ese mismo año, en la Academia de Ciencias de la Habana, leyó el trabajo titulado "El mosquito como agente de transmisión de la fiebre amarilla" 14, echando por tierra todas las teorías anteriores y formulando una nueva concepción acerca del contagio, basada en el papel de los vectores en la transmisión de enfermedades. Se sabía en un momento clave de su existencia. La honda emoción que le embargaba y la confianza en la certeza de sus postulados, apenas le dejan reparar en la actitud hostil del auditorio. Piensa que los incrédulos tendrán que cambiarde parecer cuando proporciona las pruebas que respaldan sus afirmaciones. Pero no logra entusiasmar a nadie. Cuando el presidente de la sesión anuncia que concederá la palabra a los que quieran hacer uso de ella, solo se escucha la voz del secretario general de la corporación para solicitar que el trabajo "quede sobre la mesa", formulismo que indicaba que no habría comentarios. Ninguno de los estudiosos que concurrieron aquel 14 de agosto de 1881 a la sala de actos de la Academia, impugnó los puntos expuestos en la teoría del mosquito Aedes aegypti como agente transmisor de la fiebre amarilla, ni se mostró de acuerdo con estos. El silencio fue la única respuesta a una concepción que no solo posibilitaría a la postre la erradicación del entonces llamado "vómito negro", sino que abrió un nuevo capítulo en la historia de la Medicina tropical 1,2.
Los años transcurridos desde entonces hasta 1900, conformaron un período de prueba para su firmeza espiritual y científica. Durante ese lapso de tiempo, indiscutiblemente largo, mantuvo una constante y singular batalla por la defensa y reconocimiento de su teoría. Fueron años verdaderamente duros para su temperamento sensible y para su fe y tenacidad científicas; años en que su constancia experimental colmada ya de resultados, chocaba rudamente con la impasibilidad negativa de todos; y sus conclusiones teóricas y experimentales tesoneramente mantenidas, eran consideradas poco más o menos que como el fruto de una mente científicamente febril y enferma 1,15.
Siempre estuvo dispuesto a explicar a otros las bases de su teoría, sin tratar de ocultar las dificultades que había encontrado, y al no poder convencerlos, no se privaba de mostrarles su más natural y exquisita cortesía. Con espíritu elevado, situado más allá de todo detalle efímero y de toda soberbia inferior, estaba en todo momento dispuesto a facilitar, a cuantos nuevos investigadores apareciesen, el caudal riquísimo de los datos que poseía, incluyendo, como es conocido, a los miembros de la Comisión de la Fiebre Amarilla del Ejército Americano 1,16.
En esos años de exclusión contó, como inconmovibles columnas, con dos de los primeros finlaístas según este autor: Adela Shine y Claudio Delgado.La primera, esposa cabal, compañera excelente y colaboradora abnegada, con la que creó un hogar ejemplar, del que nacieron tres hijos. Compartió valerosamente con él todos los sacrificios necesarios para colmar en épocas difíciles los desniveles del presupuesto familiar. Mientras duró la terrible lucha por imponer el reconocimiento de la teoría, permaneció amorosamente a su lado sin dar nunca, muestra alguna de pesimismo o desfallecimiento, estimulándolo cálidamente en sus momentos de amargura y en sus dificultades económicas, consecuencia lógica del abandono de clientela al que le obligaba su trabajo científico. Según su hijo Carlos 1, nadie sintió más alegría y santo orgullo junto a él, el día glorioso de su triunfo, ni nadie como ella lloró dolor más profundo y más sincero en el instante triste de su muerte.
El segundo, médico español, leal amigo, fiel animador y único auxiliar en los peores años. Gracias a él, consiguió ser nombrado por el Gobernador de la Isla, delegado de Cuba y Puerto Rico a la Conferencia Sanitaria Internacional en Washington, donde el 18 de Febrero de 1881 lanzó su teoría. Su apego al científico se puede resumir en la epístola que le escribiera al confirmarse su doctrina por la Comisión Americana; entonces, con toda la autoridad del testigo presencial, le decía: "Ha sido usted, verdaderamente el Cristo de la doctrina redentora de la Fiebre Amarilla y no le faltarán doctores y fariseos detractores, ni las persecuciones de la envidia, ni la befa ni el escarnio de vanos y pretenciosos ....; en fin, todo un calvario que supo usted soportar con resignación filosófica, más aún, con evangélica mansedumbre, alcanzando yo el honor de ser, junto a usted, a veces el Cirineo de esta Pasión y siempre el discípulo consecuente, tan adicto a la doctrina como a la persona del Maestro" 17.
Las aplicaciones prácticas de su descubrimiento, hicieron posible que las regiones tropicales de América, recibieran los beneficios de las inmigraciones con cuyas energías nació la prosperidad de pueblos y naciones. A pesar del rechazo, la fuerza de sus planteamientos era tal, que aún en vida y aún en medio de la diferencia, su verdad comenzaba a ser reconocida por relevantes exponentes de la contraparte. Así, el General Leonard Wood, Doctor en Medicina y por entonces Gobernador Militar de la Isla de Cuba, en informe a su Gobierno expresó: ...."La confirmación de la doctrina del doctor Finlay es el paso más grande que se ha dado en ciencias médicas después del descubrimiento de la vacuna de Jenner, y este solo hecho basta para justificar la guerra contra España" 18.
Por su parte, William Gorgas; oficial médico que dirigió la campaña de saneamiento en Cuba y luego marchara hacia Panamá, donde se hizo cargo del problema sanitario que representaba la fiebre amarilla y terminó aplicando las doctrinas de Finlay para posibilitar la construcción del Canal que unió por siempre a los mares que bañan a las Américas; en 1910 le escribía al científico lo siguiente:
..."Si cuando fuimos a Cuba hubiésemos seguido las indicaciones de usted, se hubieran obtenido en 1899 los mismos resultados que se lograron después en 1901, e iría más lejos para decir, como creo, que merced a los trabajos de usted y a su defensa personal de la teoría del mosquito, la Comisión Americana, de la que Reed fue presidente, fue llevada a investigar la teoría del mosquito y que si usted no hubiese realizado los trabajos que había efectuado a este respecto, en 1900, la Comisión Americana no hubiese emprendido nunca la investigación de la teoría del mosquito" 19.
Finlay fue propuesto para el Nobel de Fisiología y Medicina en 1904 por el Dr. Sir Ronald Ross de la Escuela de Medicina Tropical de Liverpool; en 1905 por el Dr. John W. Ross de la marina de Estados Unidos, director de las Ánimas (Hospital de enfermedades infecciosas de la Habana) durante la primera intervención norteamericana y en 1907, por el Dr. Carl Sundberg, miembro del Comité del Premio. Para la versión de 1912, el profesor Braut Paes Lewe, de la Facultad de Medicina de Río de Janeiro, y la Academia de Ciencias de la Habana le propusieron nuevamente y para ese mismo año el doctor Laveran lo propuso junto al doctor Agramonte. El doctor Laveran repitió su propuesta para los premios de 1913, 1914 y 1915 1,6,12. Aunque con excepcionales rivales, tal vez el desacierto de algún comité de otorgamiento le privara del premio, aunque ni con mucho, el más importante. De cualquier manera, se había elevado por siempre a la altura de hombres como Koch, Pasteur, Golgi, Ramón y Cajal, Laveran, Carrell, Richet y Robert Bárány quienes habían sido finalmente los reconocidos.
Aún después de su muerte, el combate por la enmienda continuaba y el error no dejaba de repararse; se había adelantado mucho al pensamiento científico de entonces; y así, en el Congreso Médico Pan Americano de Dallas, Texas, en el año 1933, por iniciativa del Dr. Horacio Abascal, fue acordado fijar el día 3 de Diciembre de cada año, aniversario de su nacimiento, como el Día de la Medicina Americana 15,20,21.
A pesar del escarnio, y de manera mayoritaria, al acercarse a él los hombres que hablaban lo mismo español que inglés, descubrieron que en realidad, todos hablaban la misma lengua, el idioma ideal e inmortal de la ciencia. Por sus convicciones, por su universalidad; críticos de quienes pretendieron roer el pedestal en que únicamente sabiduría, perseverancia, amor y altruismo habían situado su nombre; le ofrecemos, genio verdadero, el reconocimiento limpio e inequívoco por sus brillantes servicios a la Ciencia y a la Humanidad. He aquí el Premio mayor.
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