Escepticemia: una condición deseable
Alvaro Bustos, M.D.
Profesor Asociado, Departamento de Pediatría, Programa de Medicina, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad del Sinú, Montería, Colombia. e-mail: abustos53@yahoo.com
Recibido para publicación enero 6, 2004 Aprobado para publicación octubre 26, 2005
RESUMEN
En tono de ensayo, el autor advierte sobre los diversos riesgos que implica la publicación de artículos médicos y da ejemplos de cómo es posible que la investigación clínica se desvíe de sus objetivos si no se desarrolla bajo la lupa del escepticismo, una condición necesaria para evitar el error y aproximarse a la verdad, aunque ésta sea provisoria. El artículo critica el autoritarismo en medicina, la deshumanización médica y la aplicación sesgada de los principios de la medicina basada en la evidencia.
Palabras clave: Escepticemia; Medicina basada en evidencias; Ensayos clínicos; Meta-análisis; Deshumanización.
"Escepticemia" a desirable condition
SUMMARY
In an essay manner, the author warns about the numerous risks that entail publishing medical articles and gives example of how clinical investigation turns away from its main targets if not developed under the watchful eyes of skepticism which is a crucial condition in order to avoid mistakes and come closer to the truth as possible, even though this legitimacy is temporary. The article argues with authoritarianism in medicine, dehumanized medical practices and the short sighted practice of taking principles from medicine based on evidence.
Key words: Skepticism; Medicine based on evidence; Clinical assays; Meta-analysis; Dehumanization.
“Escepticemia: Trastorno raro y, en general, de baja infectividad. La educación recibida en las facultades de medicina puede llegar a conferir inmunidad de por vida frente al mismo"1
Antes del siglo XVI, la ciencia era apenas un estrambote de la cultura. El conocimiento objetivo, fundado en la verificación y el análisis, daba pasos balbucientes, y el embrión de la Scienza Nouva apenas comenzaba a mostrar signos de vida. Dos libros, uno de Andrea Vesalio (De humani corporis fabrica), y otro de Nicolás Copérnico (De revolutionibus orbium coelestium), cambiaron la concepción que se tenía del hombre y del universo, y desataron al pasar un denso conflicto ideológico con los rezagos medievales de la tradición aristotélico-tomista que habían sobrevivido al envite del Renacimiento2. Hoy la ciencia, venturosamente, ya no es un simple apéndice de la cultura: es parte fundamental de ella, y tal vez uno de sus pilotes fundamentales.
Pero no todo el color de la rosa es homogéneo. La confusión persiste, y en plena era del conocimiento el hombre sigue en la búsqueda de respuestas totales y absolutas a su tránsito vital, unas veces al darle a la ciencia un poder mayor del que formalmente tiene, y en otras ocasiones cuando se entrega a una fe irracional que lo lleva por caminos extraviados, a veces ahítos de violencia y dogmatismo. El origen del mal se halla, sin ir muy lejos, en la desmedida inclinación que se tiene de resguardar las perplejidades y estupefacciones a la sombra de autoridades sabihondas o proféticas, que por el simple hecho de serlo todo lo inundan y avasallan mediante sus pregones y sentencias. Con resignada distracción se olvida, por lo demás, lo que alguna vez dijo Bertolt Brecht en el sentido de que el principal objetivo de la ciencia no consiste en abrir una puerta a la sabiduría infinita sino en poner unos límites al error infinito.
Una de las actividades profesionales más vulnerables a la influencia del autoritarismo intelectual es la medicina. Con más frecuencia de lo admisible, en el campo médico refulgen verdades establecidas con base en estudios insuficientes o en verdad inválidos, pero que se quedan por largo tiempo como arquetipos del bien pensar y del bien hacer, sin que nadie se atreva a refutarlas en virtud de que parecen inmutables por la nobleza de su origen o por su repetición sistemática. Para remediar este yerro, un grupo de epidemiólogos de la Universidad de MacMaster, en Ontario, Canadá3, forjaron una estrategia de análisis crítico de la literatura médica que implica el aprendizaje de los distintos diseños de investigación clínica, su pertinencia, validez y utilidad en cada caso o circunstancia, y la cabal interpretación de sus datos y resultados. La Medicina basada en la evidencia, hija predilecta de aquella estrategia, constituye hoy el portaestandarte de lo que se ha dado en llamar “la ciencia del arte de la medicina”, un instrumento de exploración que se alimenta de la bioestadística, la experiencia del médico, las expectativas del enfermo y la lectura de trabajos bien diseñados y bien conducidos, libres de desvíos metodológicos y de conclusiones improbables.
Pero la medicina basada en la evidencia, si no se usan las bridas apropiadas, podría llegar a convertirse en una nueva liturgia. Su práctica a rajatabla, si ello fuera posible, paralizaría el ejercicio de la profesión médica y nos devolvería a una situación en la que el médico, una vez más, quedaría embrujado por la información conjetural (toda información de origen científico es conjetural por naturaleza) o por el temor a pretermitir los nuevos paradigmas, aunque estos no sean más que esplendentes y seductoras luces de bengala. El problema mayor consistiría en que hiciera carrera la idea de que las cuestiones de la medicina nada tienen que ver con los intereses culturales o industriales, y que el derroche de imaginación del que hacen gala muchos investigadores es un camino siempre despejado y seguro, inviolable a las asechanzas del sofisma y el desatino. El aforismo de Eisntein: “En las ciencias la imaginación es más importante que el conocimiento”, no parece surtir en todo momento efectos benéficos en el terreno de la investigación clínica, como ahora se verá.
El doctor Silas Weil Mitchell fue un prestigioso neurólogo de Filadelfia que ejerció entre los siglos XIX y XX. Aquella era una época de machismo desaforado, y muchas mujeres, víctimas de la congoja y el estrés, buscaban ayuda en manos de médicos famosos. El doctor Silas, prevalido de su esclarecida reputación, elaboró un estudio para demostrar que la “cura de reposo”, un descanso en ambientes bucólicos sin pensar y sin leer, apaciguaba las turbulencias emocionales de la mujer. El reposo servía y sirve, desde luego, pero las conclusiones del estudio son falsas en cuanto que una de las condiciones del éxito del tratamiento, la ausencia de actividad intelectual, es benéfica porque, presumiblemente, tal actividad sería dañina para el género femenino4. Hace unos años, entre 1996 y 1999, en Inglaterra realizaron una investigación que pretendió demostrar que antes del advenimiento de los teléfonos celulares los jóvenes fumaban más, hipótesis que, en principio, luce descabellada, ya que a priori hay allí una asociación sin pies ni cabeza5. Otros trabajos, también aparecidos en revistas internacionales de renombre, han pretendido relacionar las alergias infantiles con la edad de la menarquia de la madre, y la esquizofrenia con la fecha del nacimiento, de tal suerte que a mayor precocidad menstrual mayor riesgo de asma y dermatitis atópica en la descendencia, mientras que los nacidos en febrero y marzo estarían expuestos a un mayor peligro de desarrollar psicosis ebefrénica o paranoide6,7. Estas son, a toda luz, búsquedas torpes de asociaciones absurdas o erróneas, producto de una imaginación desbordada o del vanidoso rito que se apropió de las universidades norteamericanas y europeas desde mediados del siglo pasado: “publicar o morir”. Frente a estas deplorables realidades de la literatura médica, el escepticismo y su sucedáneo, la escepticemia, adquieren un precio impagable.
Nature y Science son dos revistas de la máxima credibilidad internacional y ningún investigador de fuste se negaría a publicar en ellas. Pero la autoridad, tanto moral como científica, a veces se resquebraja por pequeños o grandes desaciertos que sólo corroboran la fragilidad de toda obra humana. Nature, por ejemplo, rechazó en su momento los trabajos de Hans Krebs sobre el ciclo del ácido cítrico, de H. C. Urey sobre el hidrógeno pesado y de Enrico Fermi sobre la desintegración de las partículas beta8. El rechazo, en sí, no habría tenido hondas repercusiones si Krebs, Urey y Fermi no hubieran ganado posteriormente el premio Nobel en razón de esos mismos descubrimientos. Science, por su parte, desestimó la comunicación en la que Rosalyn Yallow describía por vez primera los principios del radioinmunoanálisis, un método que después fue aceptado como útil en muchos hospitales del mundo9. Si en estos casos, entonces, hubiese prevalecido el criterio autoritario de las revistas en cuestión, importantes aportes al conocimiento habrían quedado a la deriva durante un tiempo desconocido, imposible de cuantificar en sus penosas consecuencias.
Por los días que corren, los meta-análisis se han convertido en opciones de última hora para resolver las dudas que estudios específicos no han podido elucidar. Bajo frondosa enramada, llena de sofisticados procedimientos matemáticos, un conjunto de evidencias poco fiables aspiran a adquirir un cariz convincente. La técnica consiste a menudo en asumir que meras sospechas o argumentos débiles poseen alguna fuerza demostrativa cuando se consideran en conjunto. Pero lo cierto es que un conjunto de evidencias poco fiables sigue siendo poco fiable. Ahora bien, si es necesario recurrir a innumerables estudios para demostrar una diferencia, la diferencia real debe ser minúscula y, por tanto, no debe tener mayor trascendencia. La necesidad de buscarle explicaciones a todo, como si los linderos de la ciencia fueran inagotables, ha llevado a los médicos y a sus pacientes a confundir los términos de asociación y causa. Aunque una asociación parezca perfecta, nunca es posible demostrar, al basarse exclusivamente en ella, la existencia de un vínculo causal. No todo el que fuma muere de cáncer pulmonar, ni todo aquel que se expone al bacilo tuberculoso adquiere la enfermedad, pues una causa necesaria no siempre es una causa suficiente1.
Como se trata de la medicina basada en la evidencia, el objetivo parece afincarse en lo que se descubre y prueba, y no en lo que se descarta o niega. En este punto es preciso recordar que son los resultados discordantes los que permiten avanzar hacia un mejor conocimiento, en especial al manejar asuntos de alguna complejidad, como los que se derivan de la relación entre la enfermedad y el enfermo. En apoyo a esta tesis vino como anillo al dedo, con toda su fuerza epistemológica, el muchas veces citado Karl Popper, para quien la ciencia sólo está en capacidad de descubrir el error y no la verdad, ya que ésta posee una estructura de barrunto, eminentemente provisional.
La repetición insensible y acrítica de verdades establecidas por la tradición es otro de los puntos débiles de la literatura médica. A Hipócrates le han atribuido por centurias la descripción del cólico saturnino, y al respecto no existen siquiera indicios10. Otro tanto ocurre con las espinacas que tanta fama le han conferido a Popeye. A este vegetal le adjudican un alto contenido de hierro que de hecho no posee. Ocurrió que al publicar el trabajo correspondiente, durante la impresión del mismo alguien corrió la coma de los decimales, y las espinacas, inocentes del pecado, aparecieron con una carga férrica que no les corresponde11. Otro aspecto muy en boga es el de los apóstoles de la vida sana, loable propósito que se divulga a través de los medios masivos de comunicación y que desemboca en algunas neurosis colectivas, porque no es lo mismo hablarle de los riesgos al enfermo que al que nada siente ni padece. Aunque es obvio que el riesgo relativo, valga el ejemplo, constituye un índice de la asociación entre un presunto marcador de alarma y una enfermedad, nada tiene que ver con la probabilidad de que un individuo padezca indefectiblemente esa enfermedad. Lo que no parece prudente es que se someta a los ciudadanos a pagar anticipadamente el precio de sus imperfecciones, aunque éstas sean veniales. Más humano y científico, si se quiere, sería establecer que para vivir a plenitud es necesario que se mantenga un cierto equilibrio entre los riesgos que son razonables y los que no lo son. Una preocupación mórbida por evitar la muerte y el estado de incertidumbre que origina el miedo, pueden llegar a disminuir la calidad de vida de los individuos1.
Los ensayos clínicos controlados son, sin duda, los diseños más confiables y sólidos en el área de la investigación clínica. El inconveniente consiste en que no siempre es fácil ni posible hacerlos de manera rigurosa. Ya es legendaria la anécdota divulgada por Sir Arthur Bradford Hill, que llevó a terminar con anticipación uno de ellos: “Doctor, ¿por qué me ha cambiado las píldoras?”, preguntó la paciente sometida a un estudio aleatorio, prospectivo y doble ciego. “¿Qué le hace pensar tal cosa?”, le replicó el investigador. “Pues porque cuando las tiraba al retrete la semana pasada flotaban, y esta semana se hunden”12.
El epidemiólogo Alvan Feinstein sostuvo que algunas de las principales enfermedades intelectuales de la literatura médica moderna derivan de la utilización inapropiada de la significación estadística. En efecto, se da por sentado que aquello que no es estadísticamente significativo no tiene valor en la práctica médica, lo que, por lo menos es un principio incorrecto. La significación estadística es un concepto probabilístico (la probabilidad de refutar una hipótesis nula cuando ella es cierta) que no debe asimilarse al criterio de la importancia clínica. El valor de p nada tiene que ver con la magnitud de una diferencia medida. Sabido es que grandes diferencias a favor de un medicamento se pueden demostrar con pocos pacientes, pero si para demostrar los beneficios de un tratamiento es indispensable recurrir a un número muy grande de pacientes, es casi seguro que el tratamiento será dudoso y al final quizá no tenga importancia práctica alguna.
Con frecuencia en el campo de la medicina se abusa del concepto de la experiencia. Aunque la experiencia es invaluable cuando se trata de recordar episodios concretos con pacientes del pasado, la obcecación en tratar de ver todo el tiempo las cosas como ya fueron vistas una vez, limitan en forma indebida el horizonte del diagnóstico diferencial. En ocasiones la llamada experiencia no significa más que los errores recurrentes que se cometen cada vez con mayor convicción, y en todo caso la experiencia personal sólo debe complementar, jamás sustituir, a las buenas lecturas, a la buena calidad de la información y a los buenos experimentos1.
Una de las características deshumanizadas de la medicina actual es que tiende a preocuparse por curar lo que es curable a expensas de olvidarse de lo que es incurable. En este contexto no debe extrañar la proliferación de prácticas alternativas que, aparte de su bajo costo, constituyen un tributo al poder no suficientemente conocido del efecto placebo, cuya acción está dirigida a reducir los componentes subjetivos de las dolencias humanas. Quiere esto decir que la medicina, que se nutre de informaciones científicas, no es en sí misma una ciencia, pues ésta cultiva lo problemático y dudoso mientras aquélla tiene como función prístina la de aliviar el sufrimiento. “La ciencia no puede ser buena o mala, decía el neurofisiólogo C. S. Sherrington, sino sólo falsa o verdadera”. Esto puede ser cierto, en gracia de discusión, y de ello se deduce que una de las propiedades de la ciencia consiste en buscar la verdad sin parar mientes en sus consecuencias. De ahí que la ciencia sea compatible con la herejía y que ella y la moral religiosa no hayan hecho nunca buenas migas. En efecto, cuando Copérnico y Galileo echaron por tierra los mitos del cosmos medieval, la física y la astronomía se robustecieron mientras que la dogmática católica entró en crisis. Pero con la medicina el asunto es diferente. Ésta no es una ciencia en un sentido estricto, como arriba se dijo, y posee una dimensión moral que la ciencia no tiene. El ser humano, que es el fin último de los estudios médicos, es el único sujeto de valores morales que existe. Esa criatura, que le teme al dolor y a la muerte, no puede ser vista con la frialdad con que se mira un objeto inanimado.
Frente a la información científica, pues, es indispensable inculcarle a los profesionales de la salud el valor del escepticismo, ese bisturí que está en capacidad de librar a la gente del cúmulo de tejidos muertos que en las mentes sugestionables forman el autoengaño y algunas creencias sin fundamento.
REFERENCIAS
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2. Appleyard B. Ciencia vs. humanismo. Bueno Aires: Editorial El Ateneo; 2004. p. 45-77.
3. Sackett D, Haynes R, Guyatt G, Tugwell P. Epidemiología clínica. 2ª ed. Buenos Aires: Editorial Médica Panamericana; 1994.
4. Giménez O. Relaciones estadísticamente insignificantes. Capítulo 6. En: Si Galileo levantara la cabeza, Ma Non Troppo. Barcelona: Ediciones Robinbook; 2004.
5. Charlton A, Bates C. Decline in teenage smoking with rise in mobile fone ownership: hypotesis. Br Med J 2000; 321: 1155-1158.
6. Baizhuang Xu. En: Thorax 2000, 55: 691-693. Citado sin título por Oscar Giménez En: Si Galileo levantara la cabeza, Ma Non Troppo. Barcelona: Ediciones Robinbook; 2004.
7. Mc Guffin P. Risk factors for schizophrenia. N Engl J Med 1999; 340: 603-608.
8. Fifield D. New scientist. Nature 1969; 44: 230-232.
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11. Hamblin TJ. Fake! Br Med J 1981; 283:1671-1672.
12. Hill AB. Personal view. Br Med J 1985; 290: 1074-1075.